miércoles, 22 de junio de 2016

UNA DEFENSA DEL REPUBLICANISMO POPULAR -- Revista Maiz

Una defensa del republicanismo popular

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LAS ÉLITES EN LA POLÍTICA / Quienes dicen ser sus garantes, omiten que la república es una y a la vez dividida. La presentan como una categoría a la que el populismo vendría a oponerse, y soslayan que éste es una de las formas del republicanismo: la que más ha hecho en nuestra historia por el bien común y los derechos de las mayorías. Un recorrido por añejas discusiones para reponer lo invisibilizado por los que afirman defender la cosa pública mientras excluyen a la chusma y desmantelan el Estado.

Por Eduardo Rinesi
Politólogo y filósofo. UNGS.

Fotos: Sebastián Miquel

El tema de las élites atraviesa los últimos cien años de la teoría política y social en Occidente: de Mosca a Schumpeter o a Dahl, de Pareto a Manheim o a Raymond Aron, de La élite del poder de Charles Wright Mills a Los que mandan y La clase alta en Buenos Aires, ambos títulos de ese nada despreciable sociólogo argentino que fue José Luis de Ímaz, quien del primero de ellos puso a circular en menos de un año, a mediados de la década de los sesenta, cuatro ediciones a través de Eudeba. Es cierto que en los veinticinco años que se tienden entre mitad de los setenta y el fin del siglo XX la estructura social de la Argentina que conocieron y pensaron Germani, De Ímaz y todos los demás sufrió un trastrocamiento radical que nos obliga a pensar todo de nuevo, incluyendo el modo de representarnos las élites que dominan la nueva escena económica, política y social, como nos han ayudado a hacer desde Juan Villarreal en su muy temprano –y muy citado– artículo “Los hilos sociales del poder” hasta Maristella Svampa en su más etnográfico Los que ganaron, que va a buscar a los “nuevos ricos” del ciclo menemista a los barrios cerrados donde en muchos casos eligieron establecer su residencia.

Por supuesto que habría mucho que decir sobre las transformaciones todavía más recientes operadas en la estructura y las representaciones de las viejas y nuevas burguesías argentinas. Y ni hablar de los modos en los que las mismas encuentran su expresión en la fuerza política hoy gobernante, cuya concepción elitista del mundo y de la vida se manifiesta a cada paso, en cada declaración o en cada nueva medida que se anuncia. Sin embargo, lo que yo querría apuntar aquí sobre las élites en la Argentina actual no se refiere a lo que ellas dicen o piensan acerca de sí mismas, sino a lo que no dicen acerca de sí mismas, pero dicen y piensan acerca de otras cosas. Porque la capacidad que esas élites dirigentes –y ahora incluso gobernantes– tienen para generalizar su propia representación sobre las cosas puede a veces llevarnos a suponer que los sentidos que les dan a las palabras son los únicos posibles o los que tenemos la obligación de compartir, aun cuando con frecuencia esos sentidos apenas disimulan la fuerte impronta ideológica que cargan. Querría sugerir que ese es el caso cuando en ciertos ambientes políticos, periodísticos y académicos se utiliza, como se lo hace bastante últimamente, la categoría derepública.

Se trata de una vieja palabra de nuestros lenguajes políticos más establecidos, y alude, como nos lo indica su sonora etimología, a la cosa pública, a lo que es de todos o concierne a todos: al bien común, al bienestar general, al patrimonio colectivo. Al ámbito, también, en el que sin cancelarse se dirimen las disputas entre los distintos miembros, con intereses eventualmente divergentes, de ese cuerpo colectivo que no por ser uno deja de ser, al mismo tiempo, diverso e internamente segmentado. Y a los procedimientos que, ciertamente, se utilizan para procesar la existencia y la contraposición de esos intereses enfrentados. El viejo Aristóteles trató estas cuestiones en su obra Politeia, que la tradición ha traducido precisamente como República, donde podemos leer que la forma republicana de organización de la vida de la polis, que es la que el viejo filósofo consideraba preferible a cualquier otra, era sin embargo una rara mezcla de las instituciones y los procedimientos característicos de dos formas impuras de gobierno: la democracia, que era el gobierno de las mayorías pobres, y la oligarquía, que era el gobierno de las minorías ricas, esto es, de las élites.

Es interesante, aunque excede por completo los propósitos de estas anotaciones, lo que puede leerse en este antiguo texto sobre las formas posibles de esa mezcla. Lo que a mí me gustaría señalar aquí es que en esas viejas e importantísimas páginas aristotélicas puede encontrarse, al mismo tiempo, la primera y muy clara formulación de dos ideas todavía fundamentales para nosotros. La primera, que la república es al mismo tiempo una y dividida: que la forma misma de su ser es la división. Que la cosa pública es una cosa peliaguda, y que eso no es un problema que ella tenga, sino su misma e insuperable condición. La segunda, que existen (y en Aristóteles esto se asocia con las distintas formas que puede asumir la mezcla, a la que ya aludimos, entre las instituciones, principios y valores de la organización oligárquica y de la organización democrática de la ciudad) dos formas posibles o, al menos, dos formas tendenciales de república: una elitista, minoritarista, asociada a la idea del gobierno de unos pocos, de la exclusión de la chusma de los manejos de los asuntos públicos, y otra popular, mayoritarista, asociada a la idea de que todos por igual deben y pueden ocuparse de los asuntos que a todos les conciernen.



En Aristóteles, dijimos, estas dos formas opuestas, o tendencialmente opuestas, de república pueden, para bien de todos, combinarse de distintos modos (pueden combinarse, por ejemplo, distintos criterios sobre la cantidad de ciudadanos que deben participar en cierto cuerpo, o sobre la cantidad de quienes deben elegir a aquellos que gobiernen, o sobre los criterios con los que debe operarse esa selección) en busca de alguna forma de “justo medio” adecuado a las características de cada ciudad particular. Pero la hipótesis aristotélica sobre las bondades o la conveniencia de esta mezcla no impidió que la historia posterior de las teorías acerca de la república siguiera distinguiendo y oponiendo, siquiera como formas puras o como tipos ideales, los dos modelos principales que el viejo filósofo había permitido identificar. En algunos autores, en algunos modos de pensar este problema, la distinción entre estos dos tipos diferentes y opuestos de república se asocia más bien a lo que llamaríamos la cuestión del número: del número de quienes gobiernan o de quienes eligen a los que gobiernan. Así, la república puede ser gobernada por algunos, en cuyo caso se califica como aristocrática, o por todos, en cuyo caso se califica como democrática.

En otros autores o en otras tradiciones, la distinción tiene que ver, en cambio, con la mayor o menor presencia en el corazón de la vida pública de la ciudad del conflicto entre los distintos grupos que la integran: así, en el Renacimiento italiano se distinguía un modelo de república cuya virtud consistía en su carácter armónico y consensual, que se caracterizaba por el gobierno de una élite especialmente virtuosa, y un modelo de república cuya virtud consistía en el fuerte involucramiento de todas las personas y los grupos en la vida colectiva, que, en contrapartida, se caracterizaba por ser particularmente tumultuosa y conflictiva. El primer tipo de república, aristocrática, encontraba su modelo clásico en la antigua Esparta, y su paradigma contemporáneo en la serenísima –como se decía– Venecia. El segundo tipo de república, plebeya o popular, recogía su inspiración en la antigua Roma, y encontraba su cristalización en la revoltosa e inestable Florencia, que le permitió pensar a Maquiavelo (que ciertamente la prefería) que el conflicto no sólo no debía ser pensado como un problema para las instituciones, sino que debía ser considerado la fuente de su vitalidad y su permanente renovación.

¿Por qué traigo a colación aquí estas añejas discusiones? Porque me parece que pueden tener utilidad para plantear mejor algunas de las nuevas discusiones que se han dado en los últimos años en la Argentina y en América Latina y que, en el contexto de la fuerte reorientación del sentido de la política pública a la que estamos asistiendo de modo muy notorio en nuestro país, y a la que podemos asistir como tendencia más general en toda la región también, es importante que las podamos sostener con menos prejuicios y simplificaciones que las que caracterizan algunas posiciones que hoy tienden a imponerse en nuestras conversaciones. Por ejemplo, la que desde hace ya unos cuantos años nos invita a oponer lo que nombra la palabra república, que aquí hemos estado considerando, a lo que nombra la palabra (presuntamente reñida con ella)populismo, a la que una larga tradición invita entre nosotros a poner del lado de las cosas malas de la vida y de la historia, y a la que hoy se carga con todos los elementos de rechazo de los valores de un republicanismo que, aparentemente, según lo que se oye sugerir por todas partes, sólo podría buscarse muy lejos (en las antípodas, incluso) de esa tradición populista que con tanta ligereza se denosta.

EN LA ARGENTINA LOS VERDADEROS REPUBLICANOS NO SON LOS ELITISTAS QUE CACAREANDO LA REPÚBLICA HAN SIDO SUS PRINCIPALES ENEMIGOS: LOS VERDADEROS REPUBLICANOS SOMOS NOSOTROS, LOS POPULISTAS.

Pero que se denosta sin entender muy bien, quiero decir, que en esas formas de organización y representación de la política y de estructuración del campo de las discusiones que se nombra con la palabra populismo no sólo no se encuentra ninguna afrenta a los valores de la república y del republicanismo, sino que se encuentra una de sus expresiones más altas y más interesantes: la que recién presentábamos bajo la forma del republicanismo popular, es decir, de una apuesta por la república, sí, por la cosa pública (por el bien común, por el bienestar general, por el patrimonio colectivo: ¿no han sido los gobiernos calificados rápida y despreciativamente como populistas los que en general, en toda la región, más han hecho en pos de todo esto en toda nuestra historia?), pero de una apuesta por la cosa pública que no parte de creer que su defensa exige excluir al pueblo y apostar por el gobierno de las minorías o de las élites, porque lo que quiere es ver al pueblo, con todas sus contradicciones y sus luchas, con todos sus matices y sus diferencias (desde Aristóteles sabemos que el pueblo, que es uno, está a la vez internamente dividido: esa es su condición y su riqueza), en el centro de la escena.

Lo que estoy tratando de decir es, pues, en síntesis, que lo que en la tradición de las discusiones políticas y académicas latinoamericanas suele nombrarse con la palabra populismo no sólo no es una cosa diferente que lo que en la gran tradición occidental se llama republicanismo, sino que es, ni más ni menos, una de sus formas. Los rasgos que se destacan siempre como característicos de las formas populistas de organización del lazo político, a saber, su carácter con frecuencia tumultuoso y siempre conflictivo, son los mismos que, como ya vimos, caracterizan a la república que pensaron los grandes teóricos de una de las dos grandes tradiciones republicanas que transitan la historia de la civilización occidental: la del republicanismo popular. La que quiere la república pero la quiere de todos y para todos; la que quiere la república pero no supone que quererla exija negar ni esconder bajo la alfombra el conflicto, que es la materia y la savia misma de la historia; la que quiere la república pero no la quiere gobernada por pequeños grupos, por pequeñas minorías, por pequeñas élites, sino por y para el pueblo; la que quiere la república, pero una república democrática.

Cuando oímos, entonces, como lo hacemos todo el tiempo, que la idea de república se opone entre nosotros a lo que nombra la palabra populismo, corrijamos: lo que nombra la palabra populismo no se opone a la idea de república, sino a una cierta idea de república que en sus encarnaciones históricas concretas, en la historia de nuestro país, ha demostrado muy poco interés por defender la cosa pública: el bien común, los derechos de todos, el patrimonio colectivo que más bien ha servido para dilapidar. No se defiende la cosa pública desmantelando el Estado. No se defiende la cosa pública pulverizando derechos. No se defiende la cosa pública cediendo soberanía. Hace muchos años, cuando una rica discusión teórica y política se planteaba entre “peronistas” y “comunistas”, John William Cooke escribió que en la Argentina “los verdaderos comunistas somos nosotros, los peronistas”. Hoy, cuando la discusión se plantea entre “populistas” y “republicanos”, déjeseme resumir lo que quise expresar aquí diciendo que en la Argentina los verdaderos republicanos no son los elitistas que cacareando la república han sido, todo a lo largo de la historia, sus principales enemigos: los verdaderos republicanos somos nosotros, los populistas.

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