martes, 13 de enero de 2015

LECTURAS. -- HISTORIA LEJANA, PUBLICADA POR EL BLOG DE ABEL.

Hace unos setecientos cincuenta años el mundo musulmán estaba sumido en el desorden y amenazado por potencias extrañas y hostiles, al igual que hoy. Aunque sus instituciones y su cultura eran entonces claramente superiores a las de sus vecinos occidentales, a quienes llamaban los francos, su gobierno nominal – el califato de los Abasidas – era una decadente sombra de antiguas glorias.
En Egipto surgía una nueva potencia militar, heredera del califato disidente de los fatímidas, pero estaba absorbida en el enfrentamiento con las posesiones coloniales de esos mismos francos en la que denominaban Tierra Santa (invadida en las primeras cruzadas).
Para peor, los países musulmanes se enfrentaban al peligro sin precedentes de una maquinaria militar muy superior, que ya le había asestado golpes durísimos y se preparaba para arrasar las tierras de Persia e Irak: el imperio nómada de los mongoles.
La comunidad islámica mantenía intactas su fe y su fervor religioso, pero éste se expresaba en múltiples sectas, la mayoría de ellas identificada con alguna versión de las reivindicaciones de la línea de Alí – la doctrina chiíta – opuesta a la hegemónica ortodoxia sunnita. Una de ellas, en particular, conducida por un líder religioso-militar, Hasan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña, había desarrollado desde dos siglos antes a límites nunca alcanzados la práctica del terrorismo como arma política. Y la usaban en lo que concebían como la causa de Dios.
Un cuerpo de élite de homicidas altamente entrenados, que despreciaban su propia vida, los fidais, sembraba el terror entre los reyes y potentados de los reinos cristianos del Levante, y entre los emires musulmanes que se enfrentaban a la secta. El miedo que inspiraban dio un mismo vocablo a varios idiomas occidentales: el haschish que consumían en sus ritos hizo que los llamaran hashishin. De ahí viene la palabra asesinos.
Durante cerca de doscientos años fueron un factor a ser tenido en cuenta en la geopolítica del Medio Oriente. A su ciudadela en Alamut, en el norte de Siria, enviaron embajadores el gran Saladino y Federico Hohenstaufen, monarca del Sacro Imperio. Pero en el año 1255 de nuestra era llegaron los ejércitos mongoles comandados por Hulagu Kan, nieto de Gengis y hermano de Kublai, el Gran Kan que gobernaba China y que fue amable anfitrión de mercaderes europeos, entre ellos el veneciano Marco Polo.
Los jefes mongoles aplicaron sus técnicas acostumbradas de estrategia, velocidad y masacre. Alamut cayó sin una batalla. La secta de los Asesinos desapareció de la faz de la Tierra, aunque los estudiosos identifican sus doctrinas religiosas con la versión ismaelita del chiísmo. Hulagu procedió a conquistar y arrasar Bagdad.  Crónicas de ese tiempo hablan de 800.000 muertos. Los historiadores actuales reconocen no menos de 250.000.
El caudillo mongol Hulagu Kan, que fundó el Il-Kanato de Persia, era – como su abuelo, padre y hermanos – un pagano y, como todos los gobernantes mongoles de su generación, hostil a la religión que predicó Mahoma. En la matanza general, que duró una semana, había dado órdenes de exceptuar a los cristianos. Su madre había sido una princesa cristiana de rito nestoriano, Sorgagtani Beki, su esposa y su mejor general también lo eran, y los cristianos de Oriente soñaron que se revertían setecientos años de avance musulmán.
Pero las enseñanzas del Corán habían echado profundas raíces en las almas de los súbditos del Il-Kanato. Persia e Irak siguieron siendo tan fieles al Islam como Siria y Palestina, salvadas de los mongoles por los ejércitos egipcios del mameluco Baibars en la batalla de Ain Jalut. El cristianismo oriental permaneció encerrado en pequeñas minorías, como los asirios, o en refugios en las montañas del Líbano. Los nietos de Hulagu Kan ya fueron devotos musulmanes, y el último monarca de su línea llevó el nombre de Mohammad Kan.

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